Bajé confiado, a oscuras, portátil en la mano izquierda, botellín de agua en la derecha, sin usar la barandilla. Y, al inicio del segundo tramo, comenzó el vuelo: el calcetín resbaló en el escalón de mármol y mi entera y no ligera corporalidad se horizontalizó y cayó a plomo, sin posibilidad de reacción. El golpe principal —punto de “apoyo”— fue en la cadera derecha, suficientemente protegida por una confortable amortiguación natural. Un golpe seco, rápido, que convirtió el caer en un seguir cayendo, un deslizarse veloz por la improvisada rampa de ocho o nueve peldaños; algo así como un descenso de body ski.
Fue muy rápido. Debieron de ser varios impactos repetidos en el mismo sitio, por lo que los sentí como uno solo. Hasta que quedé tendido en el suelo, boca arriba, en la misma postura con la que había volado, con el portátil todavía en la mano izquierda y sobre mi cuerpo, y el botellín de agua rodando y escapando. "Me cago en la puta" fue la primera letanía que vino a mi mente, y justo a la vez un "Madre mía, gracias, Dios mío", o algo así, percatado de lo nada que había sido y de lo mucho que podía haber sido. Me levanté rápido, y aquí elaboré mi primer pensamiento consciente: "Menudo tontolaba soy".
A las 48 horas, cuando pongo por escrito el relato de este breve Vuelo nocturno —como el de Saint-Exupéry—, tengo un esperable moratón en glúteo-cadera derecha, y la espalda y el hombro derecho parecen contracturados, como después de haber estado un buen rato remando en canoa para alguien que no hace ejercicio habitual. Parece que nada roto, nada grave. Lo normal habría sido romperme la cadera, el fémur, la columna, o haberme golpeado la cabeza. También me viene a la cabeza Unbreakable, de Shyamalan, por haber salido ileso de algo que, en circunstancias normales, debería haber acabado mal.
Nada. Magia: milagro de medianoche. Gratitud: gracia para el tontolaba.
