miércoles, 23 de noviembre de 2022

Los lazos con el más allá: ¿sugestión o realidad?



"A mi noviembre se me da bien", escuché de un sabio sacerdote, con profunda piedad teológica. Quería decir que le gustaba el mes dedicado a los difuntos, que rezaba con más facilidad. Se sentía conectado, se sabía conectado. Acudía a la intercesión de aquellos que nos han dejado y descansan en paz, se acogía a ellos, pedía por ellos, tenía trato con ellos. Todo a la vez. No lo decía por dárselas de bueno, qué va, solo quería compartir una experiencia, con un toque de ingenua humildad. No sé si es gracias a él, pero me atrevería a decir que, a mí, noviembre, tampoco se me da mal.

Noviembre comienza con el cambio de hora, que, para lo único que sirve, digo yo, es para que se apague antes la luz del día, y eso nos ayuda a recogernos, también interiormente. Además, siguen cayendo las hojas, declinan los ciclos vitales, nos recuerda que un día nosotros también nos apagaremos... Pronto llega el Black Friday, Thanksgiving Day, y se encienden las luces, llega el Adviento y la Navidad. Diciembre es un mes precioso, está claro, pero tiene más jolgorio: noviembre es un mes más espiritual. El otro día vi de nuevo, con unos sobrinos pequeños, algunas escenas de la película de animación Coco (2017). Los niños se quedaban atrapados con el magnetismo del colorido y la música, no se asustaban con las calaveras, huesos y esqueletos, y nada se cuestionaban sobre el argumento: unos están vivos, otros están muertos, unos están en el lado de los vivos, algunos se mueven entre un lado y otro. Está claro, es fácil de entender. Los mayores, por nuestra parte, en noviembre vamos al cementerio, visitamos el lugar donde reposan los restos de las personas que amamos y murieron. Nos sentimos conectados, hay lazos que nos unen.

Yo tengo una lista muy mía en la que, desde hace diez o doce años, voy apuntando personas de mi entorno cercano que fallecen, con las que he vivido, o a las que he admirado, o personas de las que me han hablado, aunque no las haya conocido personalmente. Primero están mis padres, claro está, y mis abuelos, muy presentes en mi infancia, y algunos tíos que nos han dejado. También algunos profesores que me marcaron. Está el doctor Cervera, que me guio en mis inicios en la psiquiatría y dirigió mi tesis doctoral, así como Ignacio Landecho, compañero de trabajo, muy querido, se lo llevó un cáncer dejándonos con un profundo dolor y vacío, primero a su familia. Otras personas referencia, de esos que dedican su vida a sostener a otros, como don Miguel, vitalista y amigo, que hacía la vida más fácil, y el bueno de don Claudio. En mi lista también hay pacientes de la consulta, como Paloma, Alberto y Amparo, a quienes he acompañado en sus sufrimientos y en sus alegrías, hemos vivido mucho juntos. Incluyo a padres de amigos y compañeras, que nos van dejando. Está María, colega del hospital de enfrente, que falleció trágicamente el pasado verano junto a su marido, después de haberse dejado la piel en la pandemia, tremendo. Javier y Iago, verdaderos ángeles, adolescente y niño fallecidos, hijos de compañeros de la Universidad, han vivido con limitaciones o enfermedad desde el nacimiento siendo luz. Y tantos otros, tendré ahora a más de cien. Son amigos en el más allá. Los recuerdo, rezo por ellos, les pido cosas, les trato. Todo a la vez. La verdad es que yo no tengo dudas, pero alguno se podría preguntar: ¿tiene sentido esto que hago? ¿de verdad hay lazos que nos unen? ¿qué son esos lazos?

Cuando muere una persona querida sentimos un desgarro, lo notamos físicamente. También palpamos esa fuerza al observar la intensidad del vínculo de la madre con el hijo, lo explican las teorías del apego: qué importante es el contacto físico madre-hijo en las primeras etapas del desarrollo, piel con piel, base de nuestra seguridad posterior y de nuestro situarnos en el mundo. Soy médico, soy psiquiatra, no nos es difícil explicar esa fuerza, en gran medida, desde el conocimiento que tenemos de la fisiología y la psicología, muy arraigada en el cuerpo. Los lazos con los vivos son sensopercepción, sistema nervioso, hormonas. Los lazos con los muertos son memoria y emoción, controlados ambos desde la misma zona del cerebro, el hipocampo. Ya está. El lazo que nos une con los que murieron sería entonces un recuerdo y una reacción emocional que durará más o menos, pero se apagará. Tendemos a explicar la realidad con lo que tocamos, así somos. Pero, ¿y si hay algo más?

¿De qué manera pueden estar más unidas dos personas? Estamos de acuerdo en que el contacto frecuente es importante, nos hablamos, pensamos el uno en el otro. Y estamos cerca siempre que podemos. Parece que, lo más unidos que podemos estar es cuando nos tocamos, el abrazo, el beso, la unión sexual, la posesión corporal mutua. Sin duda esto supone mucha cercanía, pero sabemos que no es necesariamente ni cercanía ni la mayor unión. Conocemos de sobra formas de contacto y posesión, con abuso y maltrato, que nada tienen de unión.

Vamos a verlo de otra manera, que puede suponer un salto, pero que tiene sentido y continuidad con el argumento. ¿De qué manera una persona puede estar más unida con Dios? Tendemos a pensar igualmente que es a través del contacto físico. "Te comería si pudiera", le diríamos a alguien a quien a amamos, y resulta que Dios se hace alimento en la Eucaristía, de manera que la comunión sacramental, es una manera de unirse con Dios muy radical, nos lo comemos, lo digerimos, lo asimilamos en nuestro organismo. Muy fuerte, sí, pero tampoco está claro que comulgar sea la manera más intensa de unirse con Dios. La unión más profunda tiene que ser, por fuerza, de naturaleza espiritual. De hecho, cuando no podemos recibir la comunión sacramental se nos recomienda la oración de la comunión espiritual, y lo hacemos como si fuera un sustituto. Pero en realidad, es la unión espiritual la más profunda, mientras que la comunión eucarística es signo de la unión espiritual. Y lo mismo pasa entre dos personas: la unión más intensa tiene que ser necesariamente espiritual. Esto nos dice algo de cómo debe ser la vida en el más allá, y la naturaleza de los lazos cuando alguien muere.

La de veces que me acuerdo de mis padres, ya te digo. Quizá más desde que falleció mi madre. Supongo que, cuando murió mi padre, mi madre seguía manteniendo la conexión, sosteniéndonos. Pero al morir mi madre, el desgarro se nota más. Claro que me acuerdo de ellos. Ahora llamaría a mi madre, ahora le preguntaría o le contaría esto. También con frecuencia pienso en lo bien que se lo pasaría mi padre en esta situación, o con este aparatito. Pero no están al otro lado del teléfono. "Hay que joderse", es lo que me viene a la cabeza, a la vez que me río. Y es que no están al teléfono... pero están ahí. Sé que están. ¿Dónde están mis padres? Yo lo tengo claro, en el cielo, en el abrazo de Dios. Y como siguen existiendo, eso de los lazos pasa a ser otra cosa. No solo me acuerdo de ellos, sino que también los tengo presentes y puedo... tratarlos. Y alguno se volverá a preguntar: ¿tiene sentido esto que hago?

Me ayudó encontrar el otro día un texto de otro sabio maestro, del teólogo Ratzinger, el papa emérito Benedicto. Se trata de una homilía pronunciada en la fiesta de la Asunción del año 2010. Dice con agudeza: "con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos". Y dice también: "todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra»". Me gustó, me parecía que daba respuesta a nuestras inquietudes de noviembre. Escribe también Benedicto en su encíclica sobre la Esperanza (Spe Salvi, 2007), citando la carta de San Pablo a los Hebreos, que la fe no es sin más convicción subjetiva: la fe es sustancia de lo que se espera, prueba de lo que no se ve. Cuando morimos, seguimos existiendo, más allá del mero recuerdo.

¿Sugestión o realidad? Tenemos para elegir, pastilla azul o pastilla roja (Matrix, 1999): "Si tomas la pastilla azul, fin de la historia. Despertarás en tu cama y creerás lo que quieras creerte. Si tomas la roja, te quedas en el País de las Maravillas y yo te enseñaré hasta dónde llega la madriguera de conejos. Recuerda: lo único que te ofrezco es la verdad." Si quieres explicar todo desde lo que tocamos, los lazos son memoria y afecto, fuertes y arraigados en el cuerpo, durarán un tiempo limitado. No es poco. Si tienes una visión trascendente de la realidad, en la que cabe el espíritu, entonces es posible que permanezcamos. Podría estar mejor. Yo elijo creer. De esto vivo, de esto me alimento. Y es que, a mí, noviembre, se me da bien.


Enrique Aubá, 23 de noviembre de 2022

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