Todos estamos un poco en shock, gratamente en shock, porque parece que, de la noche a la mañana, hay un atisbo de paz. Pero algo chirría. Quizá sea verdad eso de que Trump funciona como un empresario: compra lo que haga falta, ve transacciones por todas partes, y de repente a todos los implicados en el conflicto les conviene parar, sobre todo si te dan algo por parar, y más aún cuando estás en un callejón sin salida —como lo están tanto Netanyahu como Hamás—. Pero es como detener la pelea de dos niños en un patio del colegio comprándoles a los dos: mientras dure el regalo, me compensa parar; pero en cuanto haya descansado y me haya cansado del regalo, ya te aseguro que volveremos a sacudirnos.
Por otra parte, estamos también en shock porque entendíamos que esto de la paz requiere un cambio de actitud, una transformación interior. La guerra es enfrentamiento, y a ella se llega en gran medida por el endurecimiento de los corazones, ya sea al principio o durante el proceso. No podemos entender —no se puede entender, no puede existir— la paz sin ceder, sin perdonar, sin renunciar, sin misericordia, sin gratuidad. Es decir, sin lo contrario de la compraventa.
Y en tercer lugar, no acaba de cuadrarnos eso de que la paz se imponga con la fuerza de las armas, con la chulería, con el desprecio, con la ironía. Y es que el señor Trump es un matón, un marrullero, un abusón. Está claro que tiene una de las economías más potentes y el ejército más poderoso, pero, ya que lo tienes, úsalo bien. Puede —y debe— sentir la responsabilidad de servir y ayudar; pero, oye, con un mínimo de elegancia, con discreción, sin alardear, sin armar escándalo. Por Dios, qué esperpento, menudas puestas en escena, menudo impresentable.
A mí no me vale que haga algunas o muchas cosas buenas: también importa el cómo hacerlo, aquello de ser ejemplo, modelo, transmitir y contagiar virtud… no sé, algo de eso. ¿Nobel de la Paz? Por favor… Nobel de Economía, en todo caso. O de Circo y Teatro. Pero no de la Paz.
Y ojalá me equivoque.